Tocar como un Dios
Tocar como un Dios, libre y sin prejuicios, suelto y relajado, sintiendo que conectamos con la música, con los músicos, que dejamos de pensar, que nos dejamos mirar y no posamos, que olvidamos estilos, competencias, teorías, que participamos de un proceso creativo propio y a la vez ajeno. Que somos la música, que la tocamos, o que la música nos toca a nosotros.
A medida que nos hacemos mayores, la complejidad de nuestra vida y de nuestros pensamientos suelen alejarnos de aquellas cosas tan simples como importantes, allí es donde está la música.
La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad que de niño se tenía al jugar. Friedrich Nietzsche
Tocar como un Dios (un cuento chino)
En China inventaron una nueva flauta. Un maestro de música descubrió las sutiles bellezas de su tono y la llevó a su país, donde dio conciertos por todas partes.
Una noche se reunió con una comunidad de músicos y amantes de la música que vivían en cierta ciudad. Al final del concierto lo invitaron a tocar.
Sacó la flauta nueva y tocó una pieza. Cuando terminó hubo silencio en la habitación durante largo rato. Luego se oyó la voz del más viejo de los presentes desde el fondo del salón: ¡ Como un dios !.
Al día siguiente, mientras este maestro hacía las maletas para marcharse, los músicos se le acercaron y le preguntaron cuánto se tardaría en aprender a tocar la nueva flauta. «Años», respondió.
Le preguntaron si tomaría un alumno y respondió que sí.
Cuando se fue, los músicos decidieron entre ellos enviarle a un joven, un flautista brillantemente talentoso, sensible a la belleza, diligente y confiable. Le dieron dinero para vivir y para pagar las clases del maestro y lo enviaron a la capital, donde aquél vivía.
El alumno llegó y fue aceptado por el maestro, quien le dio una sola melodía simple para tocar.
Al principio el alumno recibió instrucción sistemática, pero aprendía con facilidad todos los problemas técnicos. Llegaba para la clase diaria, se sentaba y tocaba la melodía… y el maestro sólo podía decir: «Falta algo».
El alumno se esforzaba de todas las formas posibles; practicaba horas y horas, pero día tras día, semana tras semana, todo lo que el maestro decía era «falta algo».
El alumno pidió al maestro que cambiara la melodía, pero el maestro se negó. La ejecución diaria de la melodía, y la diana respuesta «falta algo» continuaron durante meses. La esperanza de éxito del alumno y su miedo al fracaso se intensificaban, y oscilaba entre la agitación y el abatimiento.
Finalmente ya no pudo seguir soportando la frustración. Una noche hizo la maleta y huyó sigilosamente.
Siguió viviendo un tiempo más en la capital, hasta que se quedó sin dinero. Empezó a beber.
Por fin, ya en la miseria, volvió a su tierra natal. Como le daba vergüenza mostrar la cara a sus colegas, encontró una choza en el campo. Todavía poseía sus flautas, todavía tocaba, pero no encontraba nueva inspiración en la música. Los granjeros que pasaban lo oyeron tocar y le enviaron a sus hijos para que les enseñara los rudimentos.
De esa manera vivió durante años.
Una mañana alguien golpeó a su puerta. Era el virtuoso más viejo del pueblo, junto con el más joven de los estudiantes. Le dijeron que esa noche darían un concierto, y que todos habían decidido que no se haría sin su presencia.
Con cierto esfuerzo vencieron los sentimientos de miedo y de vergüenza del músico, quien casi en trance tomó su flauta y fue con ellos.
Comenzó el concierto. Mientras el músico esperaba detrás del escenario nadie interrumpió su silencio interior. Por fin, al final del concierto, lo llamaron al escenario. Se presentó con sus ropas harapientas. Miró la flauta que tenía en las manos: descubría que había elegido la flauta nueva.
Entonces se dio cuenta de que no tenía nada que ganar ni nada que perder. Se sentó y tocó la misma melodía que había tocado tantas veces para su maestro en el pasado.
Cuando terminó se hizo un largo silencio. Luego se oyó la voz del más viejo, quien dijo con suavidad desde el fondo de la habitación: ¡ Como un dios !.
Esta historia fue descubierta por Trevor Leggett, en Zen and the Ways,1978.
Yo la extraje del libro «Free Play» de Stephen Nachmanovitch.
Muy buena historia!
Gracia Kele, un saludo.